
Se quedó esperando un roce en la espalda que nunca llegó.
¿Qué esperaba?
Se replegó sobre si misma en el sillón un instante y apoyó la frente en las rodillas plegadas contra el pecho. Una soledad hiriente la rodeaba por los hombros, en un abrazo fraternal que sabía a hierro oxidado.

Aquella vez no lloró, aunque se le cristalizaron los ojos y
una lágrima se perdió mejilla abajo.
Se le estaba acabando el llanto.







